Hoy me propongo hablaros de cuando una pareja rompe, de ese vacío que queda en uno mismo y de los distintos momentos que vivimos hasta que podemos asumir que esa persona no va a volver.
El proceso de ruptura de una pareja estable, es algo que conlleva un proceso, es decir, no es un acto repentino. Con el tiempo, vamos acumulando decepciones, discusiones, alejamiento, soledad…hasta que la ruptura parece la única solución para encontrar un alivio en la vida. Aunque no ambos miembros tienen por qué estar de acuerdo en la decisión de la separación, ésta suele resultar dolorosa en cualquier caso.
Cuando nos planteamos abandonar una relación, cuando las cosas ya no andan del todo bien, comenzamos a pasar por una serie de fases (que pueden variar según el caso). La primera, mientras aún se mantiene la pareja, es la negación. Es este momento en el que comienzas a distanciarte, a compartir menos cosas, a pasar más de las discusiones (“ya ni nos peleamos”, “ya me da igual”)…es una época en la que se niega que algo ha cambiado, que ya no es como solía ser, pero aún nos seguimos planteando que son épocas y que ya volverá. Es un mecanismo de defensa que nos impide perder algo por lo que luchamos mucho tiempo, no abandonar un proyecto a mitad. Nos ayuda y nos alivia al pensarlo momentáneamente pero lo cierto es que, a largo plazo, nada mejora la situación. Es entonces cuando empiezas la fase de confusión. Cada vez con más frecuencia no sabes qué quieres, dudas de la relación, inviertes menos en ella, experimentas sentimientos de vacío, abandono y soledad. Y es normal, aún queda un largo camino hasta aceptar que “dejé de quererte”. En esta fase, comenzamos a imaginar, a recrearnos en cuál será la mejor opción, en qué hice mal, qué hizo mal mi pareja… por supuesto, sin encontrar respuesta satisfactoria alguna. En esta fase, pueden salir dos vertientes: la culpa propia y la culpa a la pareja. Si es el primer caso, será lógico que comiences a buscar explicaciones y cosas que hacer para aún poder cambiar. En caso de culpar al otro, este sentimiento viene acompañado de rechazo y rabia (“con lo que he dado yo por él/ella… y así me lo agradece”).
Entonces, se produce la ruptura desencadenando toda una serie de situaciones de rabia, coraje, envidia y resentimiento. Comienzan a surgir los por qué, buscamos culpables, y no nos importa ni qué ni quién. Al final, la realidad, es que esta fase la sufren los que aún sí permanecen en nuestro entorno. Parece lógico pensar que esta emoción surja en este momento ya que comenzamos a valorar como inútiles todos los esfuerzos que hicimos, y es el otro el que se convierte en el malo de la relación. Sin embargo, la rabia tiene la función de hacerte seguir adelante y no tirar la toalla ante una situación de pérdida que, obviamente, resulta muy dolorosa. Aunque es una fase funcional, cabe decir que muchas personas quedan atrapadas en ella. Seguro que conoces a alguna persona que meses o años después de la ruptura de la relación, habla de su ex pareja con el mismo odio y rencor que si hubiera sido hace una semana.
Si continuamos procesando la pérdida, llega la fase de la tristeza donde se pierden las ganas de hacer nada, el pensamiento se vuelve obsesivo, dormimos mal, y nos aislamos. “Nunca volveré a tener esto”, es un pensamiento típico de esta fase gobernada por el vacío, llanto y dolor. Es posible también desarrollar en este momento una serie de estrategias para evitar pensar en esto, con lo que no acabamos de asumir y podemos quedarnos atrapados aquí también. El otro extremo de no usar bien esta fase, sería hundirse y regocijarse. Esto tampoco es sano. La clave entonces sería, permitirse sentir la tristeza sin que esta domine tu día, es decir, no intentes evitar sentirte mal ya que tiene su función de reajuste, pero no te aísles y te encierres en el pozo negro del dolor.
Si todo esto lo vas encajando, cada vez con más frecuencia te rondara la aceptación de la pérdida.
Si te está costando superar una ruptura y necesitas ayuda, contacta con nosotros.
Fdo.:Cristina Pérez Belmonte